No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús. Filipenses 2:4,5.
La ética inculcada por el evangelio no reconoce otra norma sino la perfección de la mente de Dios, de la voluntad de Dios.
Dios requiere que sus criaturas se conformen con su voluntad.
La imperfección del carácter es pecado, y el pecado es la transgresión de la ley. Todos los atributos correctos del carácter moran en Cristo como un todo perfecto y armonioso. Todo el que recibe a Cristo como a su Salvador personal tiene el privilegio de poseer esos atributos. Esa es la ciencia de la santidad. ¡Cuán gloriosas son las posibilidades para la raza caída!
Por medio de su Hijo, Dios ha revelado la excelencia que los seres humanos son capaces de alcanzar. Por medio de los méritos de Cristo, son elevados de su estado depravado, purificados y hechos más preciosos que el oro de Ofir.
Les resulta posible llegar a ser compañeros de los ángeles en gloria y reflejar la imagen de Jesucristo, que brillará ante el esplendor del trono eterno. Es su privilegio tener la fe que por medio del poder de Cristo los haga inmortales.
Sin embargo, ¡cuán pocas veces se dan cuenta de las alturas que podrían alcanzar si permitieran que Dios guíe cada uno de sus pasos!
Dios permite que cada ser humano ejerza su individualidad. No desea que ninguno sumerja su mente en la de otro mortal como él.
Los que desean ser transformados en mente y carácter no han de mirar a otros, sino al Ejemplo divino... Tenemos al que es todo y en todos como nuestro Ejemplo, el señalado entre diez mil, cuya excelencia no tiene comparación. Generosamente adaptó su vida para que todos la imiten.
Unidos en Cristo se hallaron la riqueza y la pobreza, la majestad y la humillación; el poder ilimitado y la mansedumbre y humildad que se reflejarán en cada alma que lo reciba.
En él, por medio de las capacidades y los poderes de la mente humana, se reveló la sabiduría del Maestro más grande que el mundo haya conocido.
The Signs of the Times, 3 de septiembre de 1902. [163]
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